El asunto en el Semiramis Hotel

El Sr. Ricardo, cuando las emociones de la Villa Rose terminaron, regresó a Grosvenor Square y reanudó la vida ocupada e innecesaria de un aficionado. Pero los estudios habían perdido su sabor, los artistas su atractivo, e incluso la ópera rusa parecía un poco chata. La vida fue completamente una decepción; El destino, como una actriz en un restaurante, había tomado el mortero de madera en la mano y había quitado todo el brillo del champán; El señor Ricardo languideció hasta una mañana inolvidable.
Estaba sentado desconsolado en su mesa de desayuno cuando la puerta se abrió de golpe y un hombre corpulento y cuadrado, con la cara azul y afeitada de un comediante francés, se arrojó a la habitación. Ricardo saltó hacia el recién llegado con un grito de alegría.
"¡Mi querido Hanaud!"
Agarró a su visitante por el brazo, sintiéndolo para asegurarse de que aquí, en carne y hueso, estaba el hombre que le había presentado las sensaciones más agudas de su vida. Se volvió hacia su mayordomo, que todavía estaba balbuceando las exposiciones en la puerta ante la irrupción irónica del detective francés.
"Otro lugar, Burton, a la vez", gritó, y tan pronto como él y Hanaud estuvieron solos: "¿Qué buen viento te lleva a Londres?"
"Negocios, amigo mío. La desaparición de lingotes en algún lugar de la línea entre París y Londres. Pero está terminado. Sí, me tomo unas vacaciones".
De repente, una luz brilló en los ojos del señor Ricardo, y ahora no menos se apagó de repente. Hanaud no prestó atención a la decepción de su amigo. Se abalanzó sobre un trozo de plata que adornaba el mantel y lo llevó a la ventana.
"Todo está como debe ser, mi amigo", exclamó, con una sonrisa. "Grosvenor Square, elTimes abre en la columna de dinero y una antigüedad falsa sobre la mesa. Por eso he soñado contigo. Todo el Sr. Ricardo está en esa frase".
Ricardo se rio nerviosamente. El recuerdo lo hizo desconfiar de los sarcasmos de Hanaud. Era tímido incluso para protestar por la autenticidad de su plata. Pero, de hecho, no tenía tiempo. Porque la puerta se abrió de nuevo y una vez más apareció el mayordomo. En esta ocasión, sin embargo, estaba solo.
"Al señor Calladine le gustaría hablar con usted, señor", dijo.
"¡Calladine!" gritó Ricardo con extrema sorpresa. "Eso es lo más extraordinario". Miró el reloj sobre su repisa de la chimenea. Eran apenas las ocho y media. "¿A esta h**a también?"